Por circunstancias de la vida —o mejor dicho, por amor, que es la excusa más universal para tomar decisiones cuestionables— decidí abrir un pequeño bar restaurante en Poble-sec. El proyecto comenzó con un inocente “hacemos cuatro tapas a ver qué pasa”, pero acabó convirtiéndose en una especie de centro de operaciones sociales. Y tuve una revelación: un local a pie de calle puede tener un impacto político mayor del que nunca habría imaginado.
Inspirada por este “poder transformador”, decidí ampliar horizontes y adentrarme en dos proyectos culturales. El primero, modesto pero ambicioso, consistía en organizar paseos por los Jardines de Laribal para un grupo de mujeres, descubriendo sus secretos y conectando con la naturaleza. El segundo era aún más osado: crear la asociación de restauradores del Poble-sec, Menja’t Montjuïc, para unir esfuerzos gastronómicos y promover el barrio.
¿Y qué pasó? Pues un pequeño desastre de manual del asociacionismo. Porque asociarse, descubrí, no es solo un trabajo; es el trabajo. Las reuniones son interminables, las decisiones nunca son fáciles y la capacidad de consenso a menudo parece una utopía.
Hoy, cuando veo una asociación profesional, no solo me quito el sombrero; los querría abrazar, porque veo las horas robadas a la familia y al descanso. Por ello, quiero reconocer la labor impresionante de PROA, una asociación que conozco de cerca y que me merece toda la admiración del mundo. Y si encima el premio me lo dan a mí… ¿qué más puedo pedir?