La inteligencia artificial aplicada al mundo audiovisual me despierta un deseo: el de poder imaginar y construir historias desde el centro mismo de la emoción, sin las dependencias logísticas, técnicas y humanas propias del cine tradicional. Un sueño compartido por guionistas, directores, creadoras visuales o productoras creativas que querrían concentrarse solo en la narración, los personajes y el impacto.
Pero este escenario —donde una IA pueda co-crear una buena película— es todavía lejano. Después de explorar varias herramientas e integrarlas en el día a día de una productora pequeña, puedo afirmar que la mayoría de soluciones actuales no son realmente dirigibles, ni creativas en un sentido profundo. Sí, pueden ayudar en tareas muy específicas, pero la simbiosis artística aún no ha llegado.
Lo que sí parece haber llegado para quedarse es la caducidad acelerada del conocimiento. La sensación constante es que todo lo que aprendemos hoy puede quedar obsoleto mañana, sin casi tener la oportunidad de ponerlo en práctica. La actualización permanente ya no es una opción, sino una necesidad. Quizás aquí radica el verdadero reto: aprender a desaprender, a observar con criterio y a convivir con la incertidumbre de un sector que, ahora más que nunca, se mueve entre la promesa tecnológica y la fragilidad de lo que sabemos.
Pienso que toda esta incertidumbre, y todas estas dudas, no nos deben hacer rechazar la IA. Quizás lo más sensato es preguntarnos cómo queremos convivir con ella sin perder la esencia de aquello que nos hace humanos: la mirada.