Hace cinco años me embarqué en Mediacrest, una productora que nacía en plena explosión de las plataformas, como testigos de la mayor revolución audiovisual que se recuerda. Desde entonces he leído análisis aquí, en Estados Unidos y en medio planeta sobre lo que va a ocurrir o lo que estaba sucediendo ya. Desde los agoreros de “es el fin de la tele” a los de “las plataformas acabarán haciendo la tele de toda la vida”, una amplia panoplia de posibilidades se abría ante nuestro arranque.
Promesas de revolución tecnológica, cambios de paradigma radicales, experimentos para el público que nos llevaban a recordar aquello de “Elige tu propia aventura”, el mundo en tu mando… y esta semana veo que Netflix “estrena” la mítica serie Médico de familia. No llevo mucho en el mundo del audiovisual, vengo de contar historias desde el periodismo, pero cuanto más aprendo de esta mi vida actual más confuso me siento, menos intuyo por dónde van los tiros o hacia dónde camina esa pequeña pantalla en la que veía a Mayra Gómez Kemp, a Ramón Trecet y, claro está, a Emilio Aragón, y en la que ahora tengo todos los universos posibles.
Entre dimes y diretes sobre qué será de la televisión, uno se va dando cuenta de que la magia de este mundo no está en estrategias ni en adivinaciones. Solo está en un sitio: en las personas, en el talento de unas mentes capaces de llevarnos a lugares únicos, a reír, a llorar, a emocionarnos. Cada vez que veo a los equipos creativos trabajar me doy cuenta de que estoy en un lugar privilegiado y de que si apostamos por el talento, todo lo demás viene dado, porque es desde las personas como llegamos a esas otras personas que encienden su pantalla en busca de una sola cosa: disfrutar.


