Hubo un tiempo, en mis inicios como cineasta y productor, en el que opté por no enviar mis películas a festivales. Pensaba —de forma ingenua y soberbia— que no debía participar de la competitividad por los premios. Era un gesto propio de quien desconoce el verdadero valor de los festivales. Con el tiempo cambié de opinión. Comprendí que, más allá de las alfombras rojas, los festivales son, en muchos casos, el único lugar donde cierto cine tiene cabida, donde es visto, celebrado y debatido en las mejores condiciones posibles, y donde los autores se encuentran con su público (y viceversa).
Un territorio sin festivales de cine es un terreno desnutrido para la creación cinematográfica. Son espacios esenciales no solo para formar a los públicos del mañana, sino también para que el talento emergente descubra nuevas formas de producir, crear y compartir. Son lugares donde se encuentra la tribu, donde nacen vínculos y proyectos que, con suerte, germinan en colaboraciones futuras.
Como cineastas y productores locales, cargamos con dos lastres: celebramos poco los logros de nuestro cine y a menudo valoramos más los festivales lejanos que los que suceden cerca de casa. Vale la pena recordar que tan titánico es levantar una película como lo es mantener un festival independiente vivo, muchas veces con apoyos institucionales insuficientes. Aprovecho el inminente inicio de la 15ª edición del Atlàntida en Mallorca para reivindicar el papel esencial de estos espacios en la profesionalización del sector, la democratización de la creación y la inspiración de nuevos talentos. Y también para algo más fundamental: el sentimiento de pertenencia, tan necesario en una sociedad cada vez más encerrada tras la pantalla pequeña.
Agendémonos tiempo para reencontrarnos. Celebrar nuestro cine también es cuidarnos entre nosotros.