Todo cambia permanentemente. Parece que la vida es así, un constante proceso de adaptación a las perturbaciones, eso que llamamos resiliencia. Los ecosistemas naturales lo tienen muy ensayado; han tardado millones de años en construir un delicado y complejo sistema de equilibrios que favorecieron a algunas especies y eliminaron a otras. La vida es brutal. En la naturaleza no hay ética, solo caos y adaptación.
Nos siento así, intentando encajar en un ecosistema audiovisual que cambia mucho más que nuestra capacidad de adaptación, un sistema que favorece a los fuertes y no siempre a los imprescindibles.
Cuando las especies se reducen, cuando su especificidad es mayor, las posibilidades de generar organismos débiles y enfermos crecen. El mestizaje, la hibridación y la mezcla son necesarios para el mantenimiento de la vida y, precisamente, para sostener la capacidad de ser resilientes.
La convivencia entre distintos es el germen de una sociedad nueva, es la revolución siempre pendiente. Esa es la verdadera cultura: entender, desde la ética, que la diversidad es la única manera que tenemos para construir futuros, para imaginarlos, para rodarlos. Limitarnos a un solo modelo supremacista que elimine alguno de los elementos imprescindibles para equilibrar el sistema, nos dice la ciencia, solo lleva al desastre o a un nuevo mundo donde quizá no quepamos todos.
El ser humano ha aprendido a ser cooperativo, a ser solidario, a transgredir su animalidad porque, al ponernos en la posición del otro, nos entendemos mejor a nosotros mismos.
Un cine único, de estilo único, de ventana única, de propuestas únicas, de pensamientos únicos, es el principio de la extinción de una forma de expresión artística e intelectual que ha sido capaz de construir ideas, reflexiones y emociones desde la diversidad y la independencia. Como cineastas, estamos obligados a indagar en una idea de futuro que trascienda de los mas fuertes a los más oportunos.