Adentrarse en el mundo de la producción independiente en la época que nos ha tocado vivir puede parecer un acto de fe. A mí a menudo me lo parece.
Aunque el cine independiente nacional se exhibe en los mejores festivales de todo el mundo, su lenguaje se aleja de los modelos de consumo y desaparece del imaginario colectivo. La presencia de las salas se atenúa paulatinamente, las plataformas y su nuevo idioma se erigen como los únicos templos del consumo audiovisual, barriendo a los distribuidores y ahora a los productores con la nueva ley del audiovisual. Su fuerza devastadora es una espada de Damocles que hemos incorporado a nuestro día a día. Un punto de angustia en el “ir haciendo” de una calma tensa.
Es cuando me invade este discurso que necesito desgranar el trabajo que hacemos para encontrarle el corazón. La labor del productor independiente es necesaria por varios motivos que no puedo enumerar aquí, pero uno de los que más me llena es la función de nave nodriza: la pequeña productora discierne la idea de una visión nueva, todavía tierna, que hay que regar y adobar con paciencia hasta ver el primer brote. Y es de esos nuevos creadores que la plataforma, incapaz de dedicar tiempo de calidad ni de crear equipo en el plantel, presionada por las exigencias de la fabricación y los resultados, se alimentará al cabo de un tiempo. Nosotros somos el motor de la cadena trófica, la cantera de quienes hablarán del mundo dentro de unos años.
Seguramente no he descubierto la sopa de ajo y podríamos encontrar muchas fisuras en esta reflexión, pero esta función altamente creativa, de gran responsabilidad y que requiere escucha, paciencia y curas es para mí una de las que nos hace verdaderamente imprescindibles, y le da sentido a todo.